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Una historia del Día de Reyes



Son las dos de la madrugada de un seis de enero. Una mano enfundada en guantes de lino blanco deposita tres sobres a los pies del árbol de Navidad. Los destinatarios: mis hijos. Los remitentes: Melchor, Gaspar y Baltasar; conocidos en los ambientes por los Reyes Magos de Oriente.


El acontecimiento se repite cada año. SS. MM. deambulan sigilosos en el salón y, entre los sillones y el sofá, distribuyen sin ton ni son globos y paquetes envueltos en papel de colores. Los sobres, en cambio, siempre los colocan alineados por orden de nacimiento: primero, María; Eugenio, dos años y medio después; y Álvaro, a diez años de María. Del envoltorio, llama la atención la caligrafía de los Magos —letras esbeltas y legibles al estilo de los Cuadernos Rubio— y una Estrella de Belén en el remite, a modo de escudo real, ilustrada con una larga cola luminosa. Terminada la tarea, los Reyes atraviesan los muros y desaparecen.


A la mañana siguiente, se cumple una regla familiar decretada tiempo atrás: nadie entra en el salón —así lo hacemos, por más que nos cueste—; esperamos hasta que todos llegan a casa. Solo entonces, abrimos la puerta. De pronto, entrevemos regalos y globos alumbrados por la luz tenue del árbol. Rápidamente, subimos las persianas, abrimos las cortinas. «¡Qué entre la luz!».


El asombro nos invade. Somos niños, como Clara, nuestra nieta mayor. Por aquel entonces, tenía tres años. Recuerdo la escena como si fuera ayer. Abrió un regalo, luego otro… y cuando los desenvolvió todos, lanzó una mirada alrededor por si alguno se le hubiera despistado.

—¿Qué es eso? —preguntó señalando con el dedo a los sobres reales.

No esperó la respuesta. De un salto los cogió, y mientras los miraba con extrañeza, escuchó a su madre:

—Son las cartas de los Reyes. Todos los años tus tíos y yo las recibimos junto con los regalos.

—¿Y Yo?...

—Cuando aprendas a leer tú también recibirás tu carta.

Silencio espeso. Todos contuvimos la respiración. La respuesta era correcta, pero no suficiente.

—¿Y qué te dicen los Reyes, mamá? —preguntó intrigada.

Mi hija mostró una mirada entreverada de astucia y ternura.

—Déjame ver.

Entonces, abrió las manos de Clara y aprehendió la carta con su nombre. Echó un vistazo al remite y respiro profundamente.

—Te lo voy a decir —continuó con la voz entrecortada. Los Reyes en este día nos traen regalos, ¿verdad?

La niña asentía con la cabeza.

—Pero también nos traen algo más importante.

Los ojos de Clara se abrieron de golpe.

—Los Reyes nos traen un recuerdo precioso. ¿Sabes que es un recuerdo?

—No sé —dijo achicando los hombros.

—Un recuerdo es como una fotografía que se queda grabada para siempre en la imaginación. Por ejemplo, si te digo que te quiero…, ¿qué foto ves?

—Veo…, ¡cuando me coges y me achuchas!

—Eso es. Pues los Reyes con estas cartas nos recuerdan cuanto nos quieren, aunque no nos achuchen. Da igual, ellos están muy orgullosos de nosotros. Durante todo el año están pendientes de lo que nos pasa: se alegran cuando las cosas nos salen bien y se entristecen cuando lloramos. Además, son muy amigos de Jesús y le cuentan todo lo que nos pasa, y rezan mucho para que seamos buenos. Eso es lo que esperan de nosotros: que seamos buenos, muy buenos, como Jesús.

—Abre tu carta, mamá —dijo entonces Clara, resuelta.

María abrió el sobre y extrajo una hoja del tamaño de una cuartilla, miró a su hija fijamente y luego empezó a leer: «Querida María: ¡Te hemos visto tan cariñosa y entregada a tus hijos…! ¡Ni te imaginas lo orgullosos que estamos de ti!». No pudo continuar; un gemido interrumpió la lectura.

—¿Por qué lloras? —dijo Clara. Los Reyes te dicen cosas bonitas.

—Hija, ya lo sabes, lloro… porque me quieren.

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