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Hay otra «vacuna», y muchos no lo saben


«¡Puñetera pandemia! Hasta tomar una cerveza es un fastidio: “bebe y ponte la mascarilla; tómate un pincho y ponte la mascarilla, límpiate la boca y ponte la mascarilla…”. Toques de queda, espacios de salud perimetrados, los mismos telediarios… La incertidumbre. Todo lo que me daba “vitalidad” ha desaparecido: ya no quedo con los amigos, ni salgo de viaje, hace un año que no piso un cine… Y así estoy, encerrado, con el ánimo por los suelos. Además, he aparcado un montón de decisiones porque…, “¡está todo tan mal!”. Siento que me han robado la vida».


Así viven muchos los efectos de la pandemia: abatidos, sin esperanza. El coronavirus no ha entrado en su cuerpo, ¡gracias a Dios! Sin embargo, otro «virus», más sutil se ha inoculado en sus mentes. Y al hacerlo, ha destapado una «fantasía existencial». Resulta que, aquello que daba sentido a la vida…, ¡no lo da!


Este otro «virus» ataca a las relaciones personales; ya no son tan placenteras. Ataca a la tranquilidad y a la seguridad alcanzando sus cimientos. Estos nuevos «enfermos» sienten que la vida entera decae y se hunden en el mar de las incertidumbres. Tenían muy claro lo que querían hacer… profesionalmente. Tenían proyectos, sueños… pero les faltaba la «inmunidad» del sentido último de la vida. El deseo de seguridad, de invulnerabilidad relajó sus defensas adormeciendo la inquietud más honda del hombre: saber quién soy y a qué estoy llamado. Creyeron que la búsqueda del bienestar era su defensa. Se equivocaron. Ahora se afligen y reclaman la vacuna, la que sea, como sea y cuanto antes; porque esa es la única esperanza que les devolverá el bienestar perdido.


¿Y ya está? Entonces, ¿no hay nada más? ¿Volveremos a la «vieja normalidad»? ¿Eso es lo que queremos? ¿Solo eso?... Este tiempo dramático nos está ofreciendo muchas lecciones. La cuestión es si queremos aprenderlas, y aplicarlas. Hace poco, alguien me dijo que esta enfermedad le había puesto en su sitio: «No eres nada. Y la vida cambia en un segundo», explicó.


Así es, somos frágiles. No somos dueños de la vida; la recibimos, no la creamos, y tampoco decidimos si venimos, ni cuando nos vamos. Al reconocer y aceptar esta verdad, abrimos una ranura a la trascendencia y nos preguntamos: ¿Quién es el Donante?


Cuando levantamos la mirada más allá de nuestro ombligo, da comienzo algo nuevo, una percepción distinta, trascendente. Entonces, sin pretenderlo, los límites se borran, los velos se rompen, y aquellas fortalezas que permanecían sepultadas, nos transforman:

  • Empezamos a otear un propósito superior, un ideal de altura que de sentido y alimente la vida entera. Nos descubrimos buscando unir lo material y lo inmaterial, porque intuimos que ambas dimensiones encajan como un guante dentro de un esquema más amplio.

  • Apreciamos la belleza y la excelencia; nos asombramos, nos maravillamos, nos elevamos. Disfrutamos de la naturaleza, del arte, de las ciencias y de la experiencia cotidiana; hasta las cosas pequeñas —insignificantes en apariencia—, adquieren valor, tienen sentido.

  • Somos agradecidos; apreciamos el bien, expresamos gratitud a unos y otros, nos sentimos bendecidos.

  • Tenemos esperanza, optimismo, mentalidad de futuro; esperamos lo mejor y trabajamos para lograrlo. Y de pronto, nos vemos jugando como niños, ofreciendo una sonrisa con facilidad. A pesar del dolor, hacemos bromas y vemos el lado luminoso de las cosas.

Junto con la vacuna que nos toque, necesitamos otra más para salir del marasmo, mucho más potente. Viene de un laboratorio olvidado, aunque son de toda la vida. La ofrecen gratis, solo hay que pedirla. Eso sí, tiene un nombre inusual. Tomen nota: TRASCENDENCIA se llama.

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