Serían las cinco de la tarde. Estaba distraído en la cocina tomando mi té de Yorkshire cuando, de pronto, un estruendo sacudió la calle. Sobresaltado dejé la taza en la encimera y me asomé a la ventana. Había caído la mitad del abeto de mi vecino; cerca de tres metros de tronco y un entramado de ramas y hojas como agujas. Nada grave, «cosas de la nieve», pensé. Todo parecía controlado. Su mujer supervisaba el entorno mientras tiraba de la correa de su viejo basset hound. Subido a lo alto de una escalera, con la sierra en la mano, mi vecino oteaba el horizonte como si nada hubiera pasado. Todo muy british, muy flemático.
«¡Qué razón tenía aquel dicho!», me dije para mis adentros: «Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece». Y es que la vida, en general, se cuece en silencio, sin llamar la atención, pero el ruido de «la estupidez va siempre acompañado del brillo y del estrépito», como decía Martín Descalzo. Es el ruido de las noticias, el ruido de las chorradas de Tic Toc o el ruido de esa publicidad mercenaria que hace lo que sea necesario para captar mi atención; el nuevo dorado que muchos pretenden para dirigirnos o extraviarnos en el entretenimiento estéril, no sea que dediquemos el tiempo a responder a las preguntas importantes de la vida.
De hecho, ahí están las cifras: en el año 2019 —antes de la pandemia, ojo al dato—, el 70,7% de la población española residente veía diariamente la televisión… ¡cuatro horas de media! Y los mayores de dieciocho años, subían hasta las cinco horas y media de televisión al día.
Así es, vivimos sometidos al espejismo del ruido. Erich Fromm lo describía en estos términos:
«El hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que quiere cuando, en realidad, desea únicamente lo que se supone (socialmente) ha de desear […]. Nos hemos transformado en autómatas que viven bajo la ilusión de ser individuos dotados de libre albedrio».
Conozco a una persona de inteligencia y equilibrio comprobados que, no por necesidad sino por virtud, vive sola en un apartamento de veinticinco metros cuadrados —ya es mayor y no tiene dependencias familiares— ¡sin televisión y sin wifi! El ordenador lo tiene en su despacho, a unas manzanas de su casa. Libros y música, esa es su compañía esencial cuando termina la jornada de trabajo. ¿Para qué más?… Así es cómo defiende su libertad, orientando su atención hacía lo que de verdad le importa, beligerante contra el ruido exterior.
Hay ruidos que llegan sin pretenderlos; son los acontecimientos de la vida que se me escapan, como el ruido salvaje del abeto de mi vecino. Otros los busco yo, ¿por qué?: Porque no sé estar solo, porque no sé qué hacer o porque me gusta/interesa llamar la atención de los demás y me dedico a hacer ruido, a tirar árboles, a confundir con mis idioteces. Dalí, por ejemplo, lo tenía claro: «El que quiere interesar a los demás tiene que provocarlos»; el ruido del escándalo, incluso escatológico, al que tanto recurría.
En fin, ¡qué importante es saber gestionar el ruido!, venga de donde venga: el de los que quieren manipular nuestra atención con cantos de sirena y el de aquellos que se aburren y no saben qué hacer con su existencia. Mientras tanto, la inmensa mayoría de nosotros crece sin hacer ruido; hasta nos gusta el silencio. Es el inmenso bosque humano que se alza buscando un rayo de sol, unas gotas de agua.
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