Agosto de 2021. Afganistan.
Miles de personas desesperadas se agolpan a las puertas del aeropuerto de Kabul.
La muerte acecha a sus espaldas. La milicia talibán no tendrá piedad de los «colaboracionistas», nuestros soldados son la única esperanza.
Una familia afgana ondea sin cesar trapos rojos y amarillos, su objetivo: llamar la atención de un pelotón del ejército español revestido de chalecos antibalas. Un suboficial establece contacto visual y ordena la marcha. El grupo camina a empujones. Los subfusiles disuaden y facilitan el camino. Por fin, a pocos metros, el sargento grita:
—¿Bashir?
—¡España, España! ¡Sí, aquí, soy yo!
La angustia atraviesa los ojos del afgano.
—Confírmame, ¿cuántos sois? —pregunta brusco el militar.
—Somos cuatro: mi mujer, Fawzia y mis dos hijos.
—¿Equipaje?
—Ninguno.
Ninguno. La documentación y nada más que lo puesto. Atrás quedaron las medicinas, el alimento, la ropa… En cuestión de horas, todo ha quedado reducido a recuerdos. Ni casa, ni fotos, ni amigos… Si al menos tuvieran una maleta, pequeña, de esas que caben en la cabina del avión… Nada, solo transportan toneladas de miedo y cansancio.
Cuando la vida está en juego, dejamos atrás lo que haga falta. Hay que correr ligeros, sin fardos pesados. A esta pobre gente, amenazada por el terror, le sobra todo: la casa, los muebles, esa televisión panorámica… Ahora, todo eso es inútil. ¿Y el coche, y los ahorros, y los sueños…? También son un estorbo. En cambio, la familia, los amigos. ¡Eso sí que importa!
El espanto del fanatismo totalitario les ha obligado a partir resueltos; como en muchas otras tragedias humanitarias que asolan el mundo. Pero ¿qué hay de esas guerras latentes, íntimas, soterradas que todos vivimos por dentro? ¡Son tan reales y dañinas para el alma!. El estrago de la frustración por un puñado de deseos incumplidos, la «tolerancia» que me trastorna y disimulo día tras día, y sobre todo…, esa desesperanza insoportable que ahoga el corazón y me encoje.
¿Qué hay de esas guerras latentes, íntimas, soterradas que todos vivimos por dentro?
Vivo entre los algodones del bienestar occidental, mientras otros, la mayoría, buscan un lugar donde respirar. Tanto bienestar me ha embotado. «Lo sé, esto no me va bien». «Esta relación… Tengo que decirle esto y aquello, pero no lo hago». «Sí, la vida es corta, ya…». He conseguido anestesiar todas esas «guerras», por eso todavía están ahí, arañándome por dentro. Aunque, tal vez sería bueno eliminar el calmante y dejar que duelan de verdad. Así, dejaría todo lo que me sobra y me pesa, y correría veloz hacía mi salvación. Pero no tengo sentido de urgencia. No siento el contacto de un Kaláshnikov talibán en la nuca. Y así sigo, esperando que algo cambie, dejándolo todo en manos de un futuro mágico, inaprensible.
¿Hay que vivir una tragedia para cambiar? Bastaría con un cambio de perspectiva: pasar del bienestar y situarse en el bienser. Es decir, subordinar los bienes y los placeres, sanos y legítimos, a una vocación superior. «¿Y el sufrimiento? ¡Es que eso duele!», dirían algunos. Pues… ¡Bienvenido sea!, siempre que lo convierta en un aliado.
Con este cambio de enfoque, es más fácil un acto de coraje, de valentía; porque de eso se trata, de una suma de pequeños o grandes actos de valentía capaces de romper con la parálisis de la preocupación y el miedo.
La valentía cotidiana lo cambia todo
Mientras termino este artículo escucho una noticia de alcance: dos bombas acaban de explotar en las inmediaciones del aeropuerto de Kabul, el impacto ha provocado un número indeterminado de víctimas, los países aliados anuncian la salida inminente de sus tropas, la evacuación finalizará en cuestión de horas.
De inmediato, pienso en la familia de Bashir, rescatada hace un rato por los soldados españoles. Pero también pienso en todos los que se van a quedar a las puertas, expuestos a terribles consecuencias. Un atentado terrorista lo ha precipitado todo. ¿Habrá alguna forma de salvar a tantos miles de afganos dejados a su suerte por la insolvencia estratégica de unos y otros? A estas alturas de la tragedia, nadie garantiza una solución.
Lo que sí sabemos es que toda esa multitud que huye de los talibanes prefiere desprenderse de sus bienes, dejarlo todo atrás, por una vida mejor en paz y libertad. ¿Y yo?, ¿sería capaz de aligerar mi abultada maleta, llena de preocupaciones inútiles, de apegos y servidumbres… por una vocación superior, por una causa más grande que yo mismo, por una vida realmente digna?
Alguien me lo dijo: «No sabes lo bien que sienta vivir según un ideal de altura. Es una sensación mucho, pero que mucho más grata que la del sofá del salón». Tenía razón, pero hay que vaciar la maleta, quizás incluso tirarla, ¡quién sabe! Hay que echarle valor. Como decía C. S. Lewis: «Valentía, querido corazón». Eso es, «¡ánimo, valiente!» —me digo a mí mismo con fuerza—, este inmenso don de la VIDA bien merece ir ligero, muy ligero de equipaje.
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