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El dolor humano: las 3 paradojas


Allí estábamos Pilar y yo el otro día, aguardando turno en la sala de espera del hospital. Todos traíamos nuestras dosis de dolor; cada uno la suya y a su manera. Muchas miradas tensas —la mayoría—, algunas perdidas y otras distraídas en los móviles. Mascarillas, distancia de seguridad, orden, disciplina, y unas pantallas de plasma ilustrándonos sobre los beneficios de la cirugía robótica, el diagnóstico por imagen híbrida o los tratamientos con ultrasonidos de alta intensidad. Vamos, una «fiesta».


La espera dio de sí, tanto como para dedicar una mirada profunda —una «metamirada»— al grupo y al entorno. Es lo que hacemos, o deberíamos, cada vez que vamos a una boda o a un funeral; o a cualquier otro acontecimiento que suscite las grandes preguntas existenciales.


Un hospital, por más sofisticado y “humano” que se muestre, nos recuerda que el dolor existe y que el dolor duele. Aunque la dimensión subjetiva del dolor es inabarcable e inaccesible para el que no lo vive, lo cierto es que el dolor es real, tan real y dramático como la desaparición de un ser querido: algo se ha roto, una parte valiosa de uno mismo se ha marchado con él.


Desear el sufrimiento es una perversión, pero rechazarlo para no afrontarlo, por miedo, es un grave error. Negar el dolor es igual de absurdo que negar al hombre; por eso, los que huyen del dolor huyen de su propia naturaleza.


Y aquí viene la primera paradoja: cuando aceptamos, incluso abrazamos, el dolor descubrimos que hay algo más grande. Por ejemplo, la belleza humana. Sí, belleza, ¿quien no ha admirado el coraje de unos padres —rotos por dentro, pero puestos en pie—, dispuestos a salvar, como sea, la vida de su hijo querido? ¿Y qué decir de la compañía incondicional de esos amigos que entregan su tiempo, sus recursos, dejando atrás sus intereses legítimos? ¿Y esos ojos agradecidos, los de un niño desfigurado por la enfermedad que le atraviesan a uno por dentro…?


Y es que, ante el dolor: (1) podemos escapar; (2) no hablar de ello, como si no existiera; (3) sucumbir a la tristeza, regodearnos en ella; (4) o afrontar el dolor, mirarlo de frente para trascenderlo e iniciar un camino nuevo, con el dolor a cuestas. ¿Esto último es fácil?... ¡No, no lo es! Pero a cambio, decido cómo vivir el dolor; esa es gran parte de mi grandeza. La otra parte, consiste en reconocer que «no me basto a mí mismo», que no soy autosuficiente.


El dolor nos sitúa en una segunda paradoja: tenemos límites —la muerte, por ejemplo, el más poderoso de los límites—, y sin embargo tenemos sed de más, tenemos metas, proyectos, deseos…

Somos increíbles: aunque un virus microscópico nos paralice, pretendemos la inmortalidad

Y la tercera paradoja: la fragilidad que provoca el dolor nos conduce hacia las grandes preguntas, pero... ninguna inteligencia humana ha ofrecido una respuesta satisfactoria y universal. Es decir, a todos nos brotan las mismas preguntas, las de siempre: quién soy, de dónde vengo, a dónde voy…, sin embargo ninguno tiene las respuestas.

Y si no las tenemos… ¿quién las tiene?

—¡Número E09! ¡Número E09! —gritaba una voz de mujer.

—Es nuestro número, somos los siguientes —dijo Pilar.

Levanté la mano mirando a la enfermera y de inmediato nos dirigimos a la consulta. Eché un último vistazo a la sala de espera, y mientras lo hacía me vino un recuerdo fugaz: «¿Qué es el dolor?» —me preguntó un amigo hace muchos años—. «No me respondas —dijo— te lo diré yo: “El dolor es un ángel, y como todos los ángeles trae un mensaje. ¿Sabes cuál es el tuyo?"». Ahí lo dejo.

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