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Cuatro historias y un protagonista


El otro día salí conmovido del cine. Fue después de un pase privado. La película: VIVO. ¿Quién anda ahí? Distribuida por Bosco Films. Sencilla, sobria; el marco obligado para situar a Dios, el protagonista indiscutible.


¿De qué va?... De cuatro historias reales contadas en primera persona. No hay actores. Son las vidas de Andrea, una joven y feliz adolescente; Antonio y Sonsoles, un matrimonio «con los deberes hechos»; Carlos, un chico pluscuamperfecto y Jaime, venido de «muy lejos».


Uno a uno, nuestros cinco testigos se abren ante la cámara; sin estridencias, vulnerables. Ellos lo hacen como una ofrenda, y el espectador la recibe como un alimento delicioso, reconfortante.

Es el testimonio que cautiva: «lo percibí», «estaba allí», «entonces, pasó»… Es la prueba irrefutable, el hecho que habla por sí mismo, la evidencia total, «la más decisiva demostración», como diría Cicerón.

El testimonio va al grano, al centro del asunto. Y en este caso, el núcleo del mensaje es luminoso: «compartir con el mundo entero lo que Dios ha hecho con mi vida». Y aún más: «eso que Dios ha hecho conmigo, también quiere hacerlo contigo, a su manera». ¿El medio?: Una película documental; la palabra y la imagen amplificada para llegar lejos, muy lejos.


Cada uno cuenta lo que le paso, sin afectación, con la normalidad de andar por casa. Yo no lo voy a contar, por supuesto. Id al cine y disfrutad de la película. No obstante, sí puedo decir algo parafraseando a Chesterton: sí no adoramos a Dios, terminamos adorando a cualquier cosa. Aquí no hay medias tintas, cuando Dios no llena la vida por completo otros dioses se cuelan y la «okupan»: el dios de mi ego, el dios del «qué dirán», el dios del dinero, el dios de «estoy ocupado, no me molestes», el dios de mi ideología…


Con esos diosecillos convivían ellos, más o menos, sin entrar en detalles, cuando alguien —un amigo, quizás— les invitó a… una Hora Santa. «¿¡Y eso que eggg!?»... Buena pregunta, lo explico en un párrafo.


Los cristianos sabemos que Dios se encarnó y se hizo hombre; el Dios con nosotros el Emmanuel del que hablaba Isaías[1], y Mateo[2] después. Pero, además, se quedó; se quedó con nosotros, ¡físicamente se quedó en el pan consagrado de la celebración eucarística! Y lo adoramos… ¡Claro que lo adoramos! ¡Cómo no vamos a adorar en la Hostia Santa al mismo verbo encarnado que «los ojos no pueden ver y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros, sin haber dejado los cielos»[3]! Una presencia que «deriva del sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual»[4]. Por ese motivo, la eucaristía como signo visible, se muestra, se expone públicamente para atraer la atención de los fieles, y de todos los que, sin reconocerlo, buscan a Dios.


Pues bien, allí empezó el cambio. Ellos se pusieron al Sol y pasó lo que pasa siempre: que Dios hace si uno se deja hacer. La VERDAD se desvela. «¡Es Jesucristo, el Señor de mi vida!». Entonces me derrumbo y, en un mar de lágrimas, abandonado a su corazón ardiente, caigo de rodillas ante Él.

[1] Isaías 7, 14 [2] Mateo 1, 23 [3] Credo del Pueblo de Dios, n. 26 [4] Euch. Mysterium 50

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