
La periodista Ana Rosa Quintana ha dicho de Fernando Simón: «Sus opiniones me dan absolutamente igual, ya no le hacemos caso».
A mí también me pasa. Me cuesta un imperio confiar en el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, a la sazón portavoz del Gobierno en todo lo relacionado con la pandemia que nos ocupa y nos golpea un día y otro, y otro más. El 1 de febrero de 2020 este médico epidemiólogo afirmó: “La Covid-19 tiene posibilidades de remitir y no es excesivamente transmisible”. Ha pasado casi un año y cabalgamos sobre la tercera ola: 41.576 nuevos contagios en 24 horas; el número máximo registrado en toda la pandemia.
Desde entonces, Don Fernando nos ha ilustrado con todo tipo de curvas y datos… mientras nos ocultaban a los muertos. Muchas de sus declaraciones sobre la curva de incidencia acumulada han sido recogidas en la cuenta de Twitter de homosensatus. Juzguen ustedes mismos:

Para mí, igual que para muchos, el árbol de la credibilidad de este “experto” ha caído. No merece la pena dedicar tiempo a cortar más leña. Lo que de verdad importa es #1entender cómo hemos llegado hasta aquí, #2 cómo es que aguantamos que nos toreen y #3 cómo revertir esta tomadura de pelo.
#1. El ejercicio del poder ha demostrado una inquietante obsesión por la imagen publica. El resultado es obvio: una avalancha de superficialidad y una escasez de integridad, mesura y humildad verdadera. Esto viene de muy lejos. Ya en los tiempos de Aristóteles, los sofistas disfrutaban en el areópago pervirtiendo el lenguaje —convertían lo falso en verdadero—, embaucaban a sus congéneres con estratagemas y pericias retóricas, aunque el éxito fuera transitorio. Todo quedaba supeditado a un fin. Para los sofistas, la racionalidad del discurso era algo inútil frente a los recursos de la persuasión emotivista, falsa y malintencionada, camuflada de argumento y razón. ¿Advierten algún parecido con la retorica de nuestros actuales dirigentes?, ¿vemos en sus argumentos expresiones de la areté ?, ¿sus palabras están enfocadas en demostrar la verdad de las cosas o más bien en convencernos de algo?
En las hemerotecas, todavía resuenan los ecos de aquellas palabras de Felipe González: «Blanco o negro, lo importante es que el gato cace ratones». La cita se la robó a de Deng Xiao Ping. Para el tema que nos ocupa, el asunto es cristalino.
Los medios pueden pintarse de cualquier color, lo que prima es el resultado.
Y es que el discurso sofista no busca la verdad ni se atiene a las reglas de lo racional; lo suyo es la persuasión. Lo vemos cuando el discurso se sostiene a base de preferencias, actitudes o sentimientos. Entonces, la demagogia sale de caza. Los sentimientos más elementales de los ciudadanos, y también los más vulnerables, son, al mismo tiempo, presa e instrumento de la mentira y el engaño.
Hannah Arendt definía este discurso como «mentira política»: la omisión, la falsificación la manipulación o tergiversación deliberada de los hechos, o bien el testimonio que de estos se puede dar, a favor de intereses particulares. Es lo de siempre, le pasó al emperador romano, al rey feudal, al monarca absoluto, al revolucionario, al dictador y también al político contemporáneo cuando se apropia de las instituciones, de la bandera y de la nación: esconder el propio interés bajo el manto del bien común. Una tarea hecha, como anillo al dedo, para los sofistas.
#2. Sin embargo, unos, la mayoría, contemplan el espectáculo con una paciencia infinita. Otros compran el discurso sofista y lo hacen suyo; son los haters y demagogos de medio pelo. El peligro es que unos y otros se acostumbran a lo malo.
Como dicen los británicos, la deshonestidad es como una pendiente resbaladiza, donde pequeñas transgresiones éticas allanan el camino para futuras transgresiones aún más grandes.
Esto lo explican muy bien unos investigadores del University College de Londres. Según han demostrado, la repetición y el aumento del engaño termina por insensibilizar la amígdala cerebral, así la repetición de la mentira “anima a engañar más aún en el futuro”. (…) “A medida que se miente más, esta respuesta se desvanece y cuanto más se reduce esta actividad, más grande será la mentira que nuestro cerebro acepte”. Esto les pasa a los que mienten, pero me temo que también nos pasa a los que vivimos envueltos entre flautistas que nos embaucan con las fantasías animadas de ayer y hoy.
#3. La solución para mí se llama “respeto”. El respeto que debemos exigir como ciudadanos maltratados por el abuso y el engaño de nuestros políticos. El respeto por la palabra dada y sus consecuencias. El respeto por un nuevo lenguaje en el que la palabra sea honrada, lo que supone un valor añadido a la idea de “cumplir”. Porque, cuando la palabra se restaura y se dignifica, el impacto puede llegar a ser escandalosamente legendario. Mientras tanto, cojamos de la mano a nuestros dirigentes y repitamos juntos aquella exhortación inscrita en la naturaleza humana. ¿Se acuerdan?: “No dirás falsos testimonios, ni mentirás”. Es el principio. Continuará.