Ha pasado mucho tiempo. Dolores, nuestra amiga, aún lo recuerda: “Se presentó en casa y nos dijo: ¡Me voy a cuidar a mi hermana!”. Hoy tiene ochenta años, se llama Domi.
La saludamos el pasado mes de agosto, coincidiendo con nuestras vacaciones. Domi es una mujer menuda, pero erguida. Los ojos oscuros, pequeños, pero firmes y penetrantes. El rostro surcado por el paso del tiempo y el pelo corto, moldeado y pintado de castaño intenso. Su trato es llano y franco. Sus palabras las justas. Una castellana de sobria elegancia; de esas que nacen aprendidas.
Son las seis de la tarde de un domingo. Estamos en un pequeño pueblo de Burgos. Domi está terminando su habitual partida de cartas. Se oye el claxon de un vehículo. Es su sobrino. Desde hace catorce años viene a buscarla a la misma hora. Porque catorce largos años son los que Domi lleva cuidando a Paula, su hermana; desde la noche del domingo hasta el sábado por la mañana, semana tras semana.
Paula es diez años más joven que Domi. Sufre una grave enfermedad degenerativa. En la actualidad su cuerpo está inerte. Solo puede comunicarse por medio de gemidos que Domi ha de interpretar. Puedo verla sentada en el sillón, envuelta en la penumbra del atardecer, contemplando como Paula se consume inexorablemente. Pero, cuando hablas con Domi; cuando preguntas sobre esta angustia interminable, ella te responde: “Solo tengo un miedo: estar sola cuando Paula entre en agonía”.
Pienso en los miles de personas entregadas al cuidado continuo de familiares y amigos: padres velando por sus hijos, hijos sostenidos por sus padres, hermanos, amigos leales… No reciben salario alguno, ni son aplaudidos cada vez que entran y salen, o cuando limpian un vómito y curan una herida purulenta, cambian la ropa o enjabonan el culo. No suena ninguna banda sonora, no hay estatuillas, no hay flases, no hay traje de noche, no hay nada de eso. Pero no importa. El amor incondicional es el mejor premio; el más valioso. Ellos están ahí para acompañar y aliviar el calvario ajeno. Al final del camino, en el gólgota, descubrirán un milagro: el amor los habrá transfigurado; ya no serán los mismos.
Domi forma parte de ese selecto grupo de personas. Hace poco recibió el agradecimiento de toda su familia. Fue el día que cumplió ochenta años. Celebraron una fiesta por todo lo alto, no faltó nada ni nadie. Allí estaban todos, especialmente su hija Nati venida de lejos para estar junto a su madre. Durante el feliz acontecimiento alguien, con legítima compasión, se acercó a Domi y le preguntó: “Cómo estás? ¿Cómo te encuentras? ¿Debe de ser duro estar todos los días cuidando de tu hermana?” La respuesta de Domi no pudo ser más escandalosa. Ella respondió serena: “Estos han sido los mejores años de mi vida”.
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